Del buen gobierno
Economista Jefe Banco Santander Chile
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Pablo Correa
Probablemente no hay legado más importante de la civilización occidental que el buen gobierno. China, por varias condiciones, fue la creadora de la burocracia estatal, pero siempre en un ambiente de autocracia que de una u otra forma se ha mantenido durante milenios. La civilización grecorromana despreciaba de los persas, egipcios y Oriente en general el lujo fastuoso y el desprecio por el hombre, el endiosamiento de sus reyes y la crueldad de su gobierno. Lo que diferenció a Occidente fue justamente el humanismo del Estado, elemento que nace en Grecia, hereda Roma y posteriormente sufre diversas metamorfosis con su conversión al cristianismo, pero sin perder ese germen.
Pero, ¿qué es entonces el buen gobierno? Éste no consiste en la ausencia de crisis. Tampoco en no haber tenido fracasos, sino más bien en enfrentarlos y reconocerlos. Muchas veces basta con recordar los principios que en el origen agruparon a las personas en torno a una comunidad, y entregaron parte de su libertad individual en forma voluntaria a esta. Basta con recordar que nada honra más las deudas de los sacrificios de las generaciones pasadas –nuestros padres- que obras que den muestra de virtud. Y que no hay mejor herencia para la patria –nuestros hijos- que una comunidad basada en la virtud.
No debemos olvidar respecto de la ciudad, la nación y la República, que sus cimientos son sus leyes cabales, la igualdad de los ciudadanos ante ellas y la valoración de cada uno de sus ciudadanos en función de sus méritos. La idea de fondo radica en saber que el avance en la vida pública depende, exclusivamente, de nuestra reputación y capacidad, sin permitir que las consideraciones de clase interfieran con el mérito propio. El Estado, por su parte, se cimienta en virtud de su dedicación según los intereses de la mayoría y no de unos pocos.
El buen gobierno también tratará de ir más allá. Buscará difundir valores que trasciendan el Estado. Esa virtud en obras se traducirá en una nación que no tenga recelo en lo extraño, sin por ello amar menos lo propio. El gobierno tratará de estar compuesto por individuos capaces de encontrar en la belleza placer, sin nunca abandonar la sencillez. Personas que busquen siempre cultivar el conocimiento y el saber sin caer en la soberbia y vanidad, y que legítimamente busquen la riqueza pero no para vanagloriarse, sino para encontrar en ella la posibilidad de seguir obrando en virtud. El ideal apunta a colaborar en la construcción de lo público, sin abandonar sus ámbitos privados y movidos tan sólo por el gusto y amor por la libertad y la reflexión.
Lo anterior no se logra por generación espontánea. La educación política es esencial para que hombres y mujeres se transformen en ciudadanos virtuosos que influyan positivamente sobre la sociedad. De ellos, el poder siempre debiese encontrarse en los más capaces, pero no sólo los técnicamente más capaces, sino entre quienes puedan siempre discernir mejor entre lo que es justo. Porque el buen gobierno es prudente y se limita a sí mismo, entregando el poder a la ley en vez de concentrarlo en los hombres, siendo siempre consciente de las debilidades de estos.
Así, el buen gobierno será legítimo sólo si es capaz de ser siempre justo, razonable y legal. Y esta legitimización se gana día tras día y no por períodos aislados. Éste será un gobierno ético de hombres morales y leyes justas, donde no solo unos pocos sino unos muchos pueden gobernar.
Tratar de basar y asentar un Estado sobre los conceptos de la virtud de las personas y de la libertad puede sonar un poco –o tal vez demasiado- ingenuo. Probablemente en algún momento de la historia algún pueblo lo logre, pero nunca de manera definitiva y siempre se encontrará amenazado por el egoísmo.
Pero para aquellos que tienen el privilegio de gobernar, no intentarlo cada día es imperdonable e inaceptable, puesto que de otra manera es imposible aspirar a contar con algo parecido a un buen gobierno.